martes, 10 de noviembre de 2020

El gato que se enamoró de la luna

Me contó una vez mi abuela la historia de un gato que se enamoró perdidamente de la luna.

Aquel era un gato todavía joven, pero solitario. Sin saber mucho de la vida, un buen día salió de caza al caer la tarde, momento en el que los pequeños animales solían comenzar a confiarse al creerse menos visibles gracias a la oscuridad creciente.

El gato se alejó de las transitadas calles del pueblo aquel en el que había vivido toda su vida, en busca de presas más entretenidas que fáciles de cazar. Si todos los felinos son la mar de curiosos, este no iba a ser la excepción.

Saltando y corriendo de un lado para otro, cuando se quiso dar cuenta, no tenía la menor idea de cómo había llegado hasta donde estaba. Aunque el pueblo hubiese estado cerca, los árboles habrían ocultado cualquier luz con sus troncos y silenciado cualquier sonido con sus hojas al viento.

Él, tan despreocupado como puede serlo un gato, continuó su camino y caza hasta quedar satisfecho y encontrarse al borde de un claro. Se dio cuenta entonces de la luz que había allí. Tan blanca que

no pudo dejar de mirarla y observar cada detalle. Había escuchado a los humanos mencionarla alguna vez, la llamaban luna.

Nunca había reparado en ella demasiado, ya que el pueblo tenía luces más entretenidas y calientes, aunque todas solían ser coloradas o anaranjadas. Esta en cambio era un semicírculo perfecto y blanco como la nieve.

No se movió en toda la noche. Permaneció sentado mirando a la luna y cerraba solo los ojos cuando le podía el sueño, volviéndolos a abrir cada pocos segundos.

La caída del alba fue haciendo aquella luz cada vez más tenue, mientras que esta se deslizaba hacia el horizonte para ocultarse entre las copas de los árboles. Pensó en seguirla, pero sabía que la perdería una vez se internase en el bosque.

Triste, el gato buscó el camino de vuelta a casa, que con la luz de la mañana no le costó encontrar. Pensó que esta vez se aprendería bien el camino, pues volvería de nuevo esa noche.

Así lo hizo y, siguiendo un camino más corto que el día anterior, llegó al claro antes incluso que la luna. Preocupado por si esa noche no aparecía, echó a correr de aquí para allá buscándola por el cielo.

No duró mucho su angustia, ya que al cabo de un rato intuyó la luz de la luna sobre unos árboles. A los pocos minutos ya la veía entera y… ¿podría ser que incluso un poco más grande? Pensó que seguramente fuesen imaginaciones suyas, pero que ojalá fuese cierto y creciese hasta ocupar todo el cielo. Esa noche no sintió sueño y la pasó de nuevo sin apartar la mirada de aquella a la que empezaba a considerar su luna.

Las sucesivas noches las pasó del mismo modo. Excitado al comprobar que día tras día efectivamente la luz crecía mientras cobraba cada vez una forma más definida de círculo, y cuando por fin obtuvo esa forma, el gato no cabía en sí de felicidad. Su luna había crecido y era ahora perfecta, lo más bello que había visto jamás.

Sintió entonces la necesidad de maullarle y hacerle saber que él estaba allí, que le miraba todas las noches y que lo haría por siempre. Le dijo lo perfecta y bella que era, la luz tan nívea que desprendía y le rogó se quedase allí ese día incuso después del amanecer.

Disfrutó de ella más que nunca y aunque la luna no accedió a su petición, el gato no se lo tuvo en cuenta. Volvió al pueblo con una sensación de felicidad y plenitud muy intensa. Recordando su juramento a la luna de acudir a su encuentro cada noche del resto de su vida.

Cumpliendo su promesa, disfrutó cada segundo con ella hasta que un pensamiento cruzó como un rayo su mente hasta clavarse en su corazón. Lo había visto antes en los humanos, los ratones y los pájaros: todos ellos crecían hasta un punto en el que encogían de nuevo, para morir poco a poco. Su luna, tan bella y tan llena, estaba muriendo.

La había visto crecer a un ritmo más acelerado que a cualquier otro ser. Temía que su camino a la muerte fuese igual de rápido. Maulló de nuevo. Más alto que nunca, pero esta vez con desesperación. Le suplicó en vano cada noche que parase, que hiciese algo, si no por él, por ella misma. La angustia del gato no iba sino en aumento, a la par que la intensidad que su lamento.

En un momento dado, supo que a la noche siguiente, su luna ya no estaría en el cielo. Su luz se había extinguido. Se calmó todo lo que fue capaz y le habló a la luna. Le confesó todo lo que la amaba, le juró no olvidarle mientras viviese y le agradeció todo su tiempo. Lloró hasta verla desaparecer.

Acudió al claro, como todas las noches, y sus sospechas se hacían más reales a cada minuto que pasaba. La luna no aparecía. No se intuía luz alguna en ningún lado. Las estrellas más brillantes que en días anteriores parecían llorar la muerte de la luna. Mirando al cielo vacío pasó las horas inmóvil, como catatónico.

Sombrío, con las primeras luces, el gato se refugió en el hueco de un árbol cercano, donde enrollado sobre sí mismo, como si llevase en el vientre a su luna y tratase de protegerla, durmió por todo el día.

Recordó en sueños el primer día que vio aquella luz y lo feliz que se sintió al ver que seguía allí al día siguiente. Soñó que de nuevo le declaraba su amor y que esta vez no desaparecía para no volver.

Se despertó de pronto y, en medio de la oscuridad, tuvo que enfrentarse a la realidad. Había amado y perdido a su amor en tan poco tiempo… Decidido a marcharse del claro, algo vio por el rabillo del ojo que le hizo detenerse. Una tenue, pero clara luz parecía querer alzarse sobre los árboles. «Es ella», pensó el gato. No se lo podía creer: era ella de verdad.

No pudo esperar a que pareciera y subió lo más rápido que pudo la rama más alta del árbol más cercano. La vio. Apenas una fina línea, pero era ella. Su luna nacía de nuevo y la alegría invadía su cuerpo. Supo entonces que se había enamorado.

Con el paso de las semanas comprendió que su luna no moría, sino que se iba a descansar. Tantas horas iluminando la noche la dejaban exhausta. Con todo y con eso no hubo noche que el gato no acudiese al claro a ver y a charlar con su luna. Cuando ella dormía, él dormía con ella, siempre vigilante de que nadie la despertase.

También me dijo mi abuela que es por esto por lo que los gatos están más activos en las fases de luna llena. Ellos conocen su pasado y recuerdan como aquel gato maullaba a la luna. Recuerdan su alegría y el amor que él sentía por ella.

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